Absorta en la nada.

En casa estamos de reposo, o algo similar.
Absorta en la lactancia, observando crecer a la pequeña bebé que ya tiene cinco meses, disfrutando de las sonrisas y los millones de besos que P. nos regala a todos y admirando con placer el Ser tan especial que es nuestra hija I. Todo lo demás carece de sentido para mi.
El reloj dejó de existir hace ya mucho en nuestro hogar, nos guiamos por nuestras necesidades. Dormimos hasta que se nos acaba el sueño, desayunamos despacio y saboreando las frutas, tostadas o cereales que nos apetecen. La mañana pasa tranquila en nuestro salón lleno de luz natural entre juguetes, libretas, cuentos,... En seguida llega papá hambriento y nos prepara ricos platos. Su presencia dura poco, y volvemos a sumirnos en el placer de las no obligaciones. Tijeras, pegamentos, pinturas, coches, pelotas,... nos acompañan sin prisa hasta que oscurece.
Con la pequeña C. siempre en mis brazos, despierta y trata de alcanzarlo todo con sus pequeñas manita, hunde mis pezones en su boca para saciarse o acurruca su carita entre mis pechos y se duerme de nuevo placidamente.
Es un deleite vivir de este modo. A nuestro ritmo, sin prisa. Así es mucho más sencillo ser feliz y poder entregar amor a los pequeños hijos que corretean entre mis faldas.
No imagino mi vida sin mis hijos compartiendo su crecimiento físico e intelectual cada minuto conmigo. A veces pienso en lo que supondría en nuestras vidas entrar a formar parte del sistema escolar y un gigantesco nudo se me aferra a las entrañas. Me perdería las caras de satisfacción cuando descubren algo nuevo, cuando I. termina de colorear alguno de sus dibujos, no participaría del mismo modo cuando surgen en ella inquietudes por la lecto-escritura o las matemáticas. Y mil y una cosas dejarían de formar parte de nuestro día a día.
Así estamos tan a gusto, tan tranquilos, todo es tan perfecto,  que no quiero que nada cambie,

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